Apurando hasta el último momento, Toffee, una niña de 10 años, busca entre la pila de ropa, amontonada en desorden, su vestido naranja, el que reserva para ocasiones especiales. Luce radiante en su piel oscura y con la luz de una sonrisa tan pura como sus ganas de explorar algo nuevo. La rodean bolsas de plástico, insectos y olor a aceite perfumado. Falta media hora. Tiempo suficiente para enjuagarse la cara con el agua de un cubo, desenredarse los cabellos frente a un pedazo de espejo roto y adornar sus muñecas con coloridos brazaletes de metal. Casi lista, pero le faltan los zapatos. Su madre, enfundándose en un sari de tonos amarillos a conjunto con el atuendo de su hija, se da cuenta y pone en marcha la búsqueda de un par de chanclas con el respaldo de toda la colonia.
Todos irradiaban emoción. Era un día importante. La escuela les esperaba para una reunión que determinaría su inclusión en el programa educativo. Los niños estaban nerviosos, las madres inquietas y nosotros les acompañamos en esa mezcla de perplejidad y entusiasmo.
Agujeros disimulados con imperdibles, collares con un punto incluso exagerado y algunos pies desnudos caminando sobre el barro. Pero, ante todo, ilusión y empeño.
Llegó la hora. Con la compañía de 15 niños y sus respectivas madres nos dirigimos a la escuela que seleccionamos para los nuevos estudiantes de Sigra.
La tensión iba desvaneciéndose a medida que el ritmo de las tutorías se agilizaba. A partir de ahora, las aulas serán sus compañeras diarias. Para empezar, una hora al día como preparación antes del curso escolar que inicia en abril.
Caminar por Sigra se ha convertido en un acecho de miradas, de cuchicheos al oído, de curiosidad, de preguntas… paseando por las colonias, la gente se acerca, quieren que sus hijos también vayan a la escuela. Ni siquiera nos da tiempo a entrevistarles en orden, la impaciencia les arraiga.
Son días de mucho trabajo, llevados con mucho ímpetu antes de que acometa el descontrol. No hay que parar. Desde las primeras campanas que retumban desde los templos hasta los aullidos nocturnos de los perros callejeros. Ahora, más que nunca, hay que cultivar la semilla.
“Mam, Sarnath!!”
Las semanas en India comprenden 6 días laborales, de lunes a sábado. Los niños también siguen ese itinerario en su calendario escolar. Los domingos se les echa de menos.
La semana pasada la vivimos como una de las más intensas. Con ellos, los protagonistas de esta historia, de este proyecto, de este país. Después de planificar cautelosamente una excursión cercana, nos decidimos por Sarnath, cuna de la primera comunidad budista, a 10km de Varanasi.
Más puntuales que un reloj, a las 8 de la mañana del domingo estaban todos en el local, ansiosos por algo nuevo para ellos. Resulta todo un reto llevar a un grupo de 22 niños caminando en fila por las estrechas calles. Fue un trayecto tan bello como caótico, contrastado por las travesuras de los pequeños y los agobiantes sonidos de claxon. Avanzaban en cadena, agarrados por los hombros unos con otros y con las miradas en alto, contemplando todo cuánto acontecía.
Después de un inolvidable viaje en furgoneta, llegamos al destino. No recuerdo ese entusiasmo tan intenso, tal real, en las excursiones del colegio cuando era pequeña. No recuerdo ese ansia, esa inquietud por vivirlo al máximo, por absorber todo detalle, por agotar toda la energía posible. Disfrutaron como nunca, corriendo por una amplia explanada verde y jugando en un parque con atracciones que muchos de ellos desconocían. Les llevamos al museo arqueológico, dónde se impresionaron contemplando la gran estatua de Buda y las pinturas históricas que descansan en sus paredes. Se emocionaron en el zoo, descubriendo nuevos animales y demostrando inconscientemente sus progresos en inglés, haciéndose entender continuamente con el uso de este idioma.
Acabamos exhaustos. En el camino de vuelta todos se fueron durmiendo. Fue una satisfacción verles cerrar los ojos, con ese gesto inocente, con la cabeza inclinada y la camiseta manchada de polvo del tobogán.
Al día siguiente llegaron renovados. Tomando un café con María, nos sorprendió Samir, que iba de camino a las clases particulares. En las paredes del bar había una pintura de un buda. Con euforia y señalando la pintura, nos miró y exclamó: “Mam, Sarnath!!”. Esa referencia de cortesía (aquí utilizan la palabra Mam, el diminutivo de Madam, para dirigirse con respeto) y reconocimiento nos dejó estupefactas.
Sin duda, vamos a repetirlo.
Varanasi sigue descubriéndose. Las aguas del Ganges empiezan a descender, permitiendo pisar cada vez más las escaleras que desembocan en su orilla. El barro persiste, pero va diluyéndose, como miel espesa.
Todos nosotros somos responsables. Tú también puedes cambiar una vida.